Simplemente tomo el título que The Economist ha empleado hace pocos días para plantear una reflexión acerca de si, como se advierte en el texto (y los mencionados son importantes), Google, Facebook y Twitter son una amenaza para la democracia. Obviamente, lo que conocemos como Brexit, la elección de Donald Trump y el conflicto catalán con la no menos inquietante amenaza del espionaje ruso y sus maniobras de intoxicación desencadena la reflexión.
Quiero hacer tres comentarios sobre lo que, en realidad, es una vieja queja por parte de los medios convencionales:
- La más importante, ¿dónde está Whatsapp? Al menos donde se supone que están las democracias liberales a las que The Economist hace referencia, Whatsapp es la herramienta de mensajería dominante y, no suele recordarse, con más uso y penetración que Twitter. Hasta de Facebook – que es su dueño – y desde luego que muchas herramientas de Google. En EE.UU. Messenger está por encima de Whatsapp. Hace años dimos en llamar dark social entre otras cosas a lo que se está moviendo bajo el paraguas de las herramientas de mensajería y que tiene origen social. La mensajería no sólo sirve para expandir los enlaces y memes de esas redes, sino que son empleadas como generador de contenidos directo, reenviados a toda la lista de contactos cuando no se crean grupos masivos. La observación – obviamente sin datos, estamos en un mundo oscurecido – del plebiscito para sancionar los acuerdos con las FARC o el conflicto catalán ahora mismo permite comprobar la existencia de la misma pauta de los bulos y noticias falsas que se diseminan sin parar. No es difícil ver honrados ciudadanos en un telediario repitiendo como loros lo que han leído en uno de esos memes repletos de intereses con datos y palabras deformadas y sesgadas. Obviamente, Whastsapp sirve también como movilizador de acciones de protesta que pueden considerarse en más de un caso «amenazantes» para la democracia. Que no esté Whatsapp en el juego es un síntoma del consenso generalizado en la forma de ver (mal) las herramientas: las herramientas de mensajería son redes sociales en sí mismas y pueden serlo más poderosas que las que se financian con anuncios.
- El problema de la credibilidad es serio, pero no es novedoso. En realidad, para el mundo de intelectuales tecnológicos que crearon, hicieron crecer y analizaron las redes, este problema se solventaba por la propia naturaleza de la herramienta: el mismo instrumento que sirve para generar el bulo, sirve para demostrar que lo es. Es decir: frente a una noticia falsa, se publica otra rectificando. The Economist se torna pesimista: «Facebook, Google and Twitter were supposed to save politics as good information drove out prejudice and falsehood. Something has gone very wrong». En realidad, nos quieren decir que no se les toman en serio a ellos (una desgracia, porque suele merecer la pena hacerlo) y que se muestran impotentes para reconducir la situación. Con todo el amor que tengo al periódico británico, considero que éste es otro episodio del periodismo sufriendo por perder el monopolio de la agenda pública y por el hecho de que lo que se publica en las redes no esté limpio y editado como la maravillosa edición (sí, maravillosa) de The Economist y otros medios de enorme rigurosidad (que no son tantos ni nunca lo han sido: hay toneladas de medios convencionales intoxicadores en realidades paralelas). Esa pérdida viene acompañada, yo creo que en un amplio número de países, de credibilidad de los grandes medios al creer el público que defienden los intereses de élites desprestigiadas y de sus propietarios, públicos y privados. Es como el cuento del pastor: cuando viene el lobo de verdad, ahora no te toman en serio. Es como creer que un artículo de Juan Luis Cebrián en primera página va a hacer temblar el mundo y mover conciencias. Desgraciadamente para él, sospecho que no. Si tiene razón en lo que diga va a ser despreciado por la sombra de sus intereses reales o imaginados.
- La respuesta de The Economist es, a mi juicio, realmente pobre: en realidad, pide un Facebook, Twitter, Google editados y con una caja negra que arrincone unos contenidos sobre otros: «The social-media companies should adjust their sites to make clearer if a post comes from a friend or a trusted source». El tiempo devorará cualquier intento de que esto sea una solución, si es que hace falta una: los usuarios son volátiles y si se genera la idea de que lo que ven está groseramente filtrado, se moverán a otras plataformas y fuentes, de las buenas o de las malas. Además, es ignorar que centralizamos el control de la información (bueno, en realidad como en el pasado feliz, nostálgico y no real del periodismo dicho desde el país que inventó The Sun) y se supone que lo contrario debe ser lo positivo. En este cóctel debiéramos introducir la decepcionante tendencia de la humanidad a creer que problemas complejos tienen soluciones simples y a adoptar la ley del mínimo esfuerzo: entender todas las derivadas del abandono de la UE requiere el consumo de toneladas de información que, simplemente, es mucho menos atractivo que ver el próximo expulsado del reality de moda.
Pero, ¿y lo más importante? ¿Está la democracia amenazada? Quién sabe. Pero si lo está, ¿es por los medios sociales, por unos medios autocalificados como respetables que no saben demostrar que tienen una valoración mejor de los hechos o porque los cambios de la tecnología ponen en evidencia muchas formas de conducir la toma de decisiones públicas, ha incrementado la complejidad de las soluciones a encontrar incluso a escala de barrios o porque la brutal imposibilidad de mantener informaciones ocultas acaba con la credibilidad de cualquier persona o institución? Debe haber más argumentos. Sociólogos debe haber para esto.
Un Comentario
Maestro, creo que The Economist yerra el tiro. Lo que amenaza a la democracia no son los medios sociales, somos los ciudadanos que nos tragamos cualquier cosa que nos ponga delante uno que creemos «de los nuestros» en lugar de ejercer ese deber democrático que es el sentido crítico.
Nunca tuvimos las fuentes tan cerca, y nunca nos comportamos como si estuviera más lejos.