Teletrabajo, hackers, sindicatos, patronales, ministros y propaganda

Decíamos ayer que el reciclado de ideas con desconocimiento de la tradición es una constante, puede que de nuestro tiempo, al referirnos a determinadas modas y tendencias en aquello que hay que hacer en la gestión de empresas. 

El momento más mágico de El Camino de los Ingleses, la novela de Antonio Soler, se corresponde con esta cita sobre la prepotencia y la inocencia de la ignorancia: «Sabes que hay otros libros, que hay otros poetas además de Dante, ¿verdad? Sabes que para que él existiese fue necesario que existieran Virgilio y Cavalcanti, y que luego hubo más poetas, ¿verdad que lo sabes? (…) El mundo ha hecho un largo camino hasta llegar a ti».

Justo en el mundo de los libros pervive (puede que sólo allí) la descripción de las ideas preconcebidas que los propietarios y gerentes de empresas tienen sobre la organización del trabajo. Una de las sorpresas de los años de la irrupción de la calidad total japonesa, fue la discusión sobre la superación de la Teoría X por la Teoría Y (taylorismo frente a taylorismo mejorado, por ser un poco bordes) y la llegada de la mucho menos popular y argumentada Teoría Z, un perfeccionamiento de la Y.

El resumen es que, según la consideración que se tiene de las motivaciones humanas y de las relaciones de producción, estimamos que las personas («nuestro activo más importante») necesitan más o menos inspección para verificar que no incumplen con su trabajo (controles de tiempos y tareas). Que precisan igualmente una supervisión más o menos estricta sometida a una jerarquía también más o menos estricta. Y que son observados con cierto grado de sospecha sobre la perversidad de la condición humana y sus trucos para no cumplir con lo asignado: más o menos como los profesores vigilando a los alumnos en un examen para que no copien. Los de la teoría zeta añadían a la Teoría Y el compromiso con las personas y su futuro más, horror, establecer que quienes están haciendo el trabajo tienen la extraña capacidad de que pueden (y deben) mejorar la ejecución de sus tareas y la satisfacción del cliente final… con más tino que un doctor ingeniero en su elegante despacho a 500 kilómetros de la fábrica.

El devenir de lo que se fue llamando en su día sociedad postindustrial (la preponderancia de los servicios sobre la industria, la agricultura y las actividades extractivas) y la irrupción del mundo digital nos trajo una actualización interesante de esta discusión: el clásico texto del año 2001 (ya olvidado, por supuesto) publicado por Pekka Himanen y titulado La Ética Hacker. Antes de entrar en ello, dejaremos una puntualización que nos llevará más tarde a ordenar todas estas notas alrededor de su título: el libro tiene un prólogo de Linus Torvalds, el inventor y gran inspirador de Linux (la joya de la corona del software libre) y un epílogo de Manuel Castells, entonces únicamente un sociólogo celebérrimo (autor de un libro que dio mucho que hablar en los albores de internet como fue «La Era de la Información«) y hoy un ministro estrella de un gobierno de la Unión Europea. Nada menos.

Nos va a interesar cómo miran el trabajo los sociólogos. Castells fue alumno de Alain Touraine, sociólogo francés que forma parte de los grandes analistas que describieron la era postindustrial. Y como buen sociólogo de tradición marxista (y francesa, diría yo), su obra de análisis sobre el mundo digital (entonces amaneciendo) buscaba mostrar las contradicciones y paradojas de un mundo que sólo estaba parcialmente conectado. En esos trabajos de ya se mostraba lo que se dio en llamar sociedad red y las las consecuencias no siempre felices del trabajo de individuos organizados en red y no verticalmente. Es decir, la digitalización siempre ha sido saludada, al menos parcialmente, como un paso mayor de prosperidad colectiva y de desarrollo de una forma diferente de relaciones laborales y, esto es importante, de motivaciones para trabajar: cada vez que ves que tu empleado (ya nadie quiere llamar empleado a nadie) dimite para irse a dar la vuelta al mundo sin preocuparse por el presunto daño a su carrera profesional que le puede hacer la barbaridad de dedicar un año de su vida a un blog de cómo se come en Asia, sabes – o deberías saber – de lo que estamos hablando.

¿Pero qué es la ética hacker? En su prólogo, Torvalds describe las motivaciones del hacker a la hora de ¿trabajar?. Quizá más bien a la hora de hacer cosas. Para Torvalds existe un último estadio de la motivación que es el entretenimiento con E mayúscula. No se refería a tener una Playstation y un futbolín en la oficina (eso son manifestaciones externas de una cierta forma de organización, aunque hoy casi siempre entra en el postureo) sino, en sus palabras, «a la gimnasia mental involucrada en tratar de explicar el universo«. Es decir, la curiosidad y el placer de resolver como interés máximo, hacer cosas nuevas y mejorarlas sin esperar a la orden del jefe (jefe, ¿qué jefe?) y sin que por hacer de más se esté pidiendo o buscando más dinero. Al menos por el dinero mismo.

Por tanto, hablamos de un trabajador auto-organizado, responsable, que emplea el tiempo para sacar cosas y las saca como le conviene. Donde la jerarquía, como sucede en el desarrollo del software libre, proviene de la autoritas y no de la imposición. Donde un domingo puede parecerse a un viernes, y ese domingo-viernes es suyo al tiempo que para un colega (entendido como par, no como amistad íntima) tenemos un jueves-sábado. Dónde el aprendizaje y la actualización suceden de modo natural porque se desea saber y se goza sabiendo. Y donde se inventa, porque no se puede vivir sin inventar y sin proyecto paralelo al común. Los hackers están en equipos que construyen catedrales, no en una obra. Este tipo de trabajador sabe cuándo trabajar desde la piscina y cuando desde la oficina sin que tenga que preguntártelo.  ¿Por qué es aceptable hoy día ir o no ir a trabajar en bermudas, o por qué tanto interés en el exterminio de las corbatas y que las corbatas hayan sido un símbolo inequívoco de la guerra de la organización del trabajo digital contra el corporativismo, la rigidez y la jerarquía que impide la innovación?.

Así, la ética hacker sería lo opuesto a la ética del trabajo protestante que puso en relieve Max Weber: disciplina, situar el trabajo como lo más importante de la vida y la no discusión por el trabajo asignado. Para Weber, una herencia de la filosofía de vida de los monjes en los monasterios. Por cierto, hoy ya no se toma demasiado en serio que sea la ética protestante la causa del éxito de Alemania sobre, por ejemplo, España. Pero los valores de dedicación al esfuerzo y el trabajo como obligación, si estarían representados por esa ética protestante como icono de lo laborioso e incluso de lo bien hecho.

Pregunta enteramente absurda pero necesaria en este punto: la legislación laboral española a qué trabajador se parece más, ¿a un hacker campeón del conocimiento o a inmaduros menores de edad supervisados por torturadores psicológicos ansiosos de subir en la carrera corporativa? ¿A la sospecha del esclavismo y la alienación capitalista o a la emergente nueva sociedad de la digitalización acelerada? Y la nueva legislación sobre el teletrabajo con psicodélico control presencial y de horas extras, ¿a qué tipo de mundo se corresponde? La expresión trabajo remoto, de tanto calado frente a teletrabajo, ni siquiera ha asomado en el debate de la supuestamente extinta sociedad de masas. El intento de regular la vida privada y las reglas de cortesía, como es la absurda pretensión de prohibir correos electrónicos en horas raras en la era de Slack, se suman a ello. Como las extrañas pretensiones de que lo que el gobierno español llama costes del teletrabajo tengan que pagarlos los empleadores. La luz de casa no, pero la conexión a internet, sí. Dicho mientras se pregona que se va a realizar una extraña revolución con la inteligencia artificial y una gigantesca transformación digital cuyos detalles son perfectamente planificados a prueba de errores en un par de secretarías de estado.

Antes de venirnos arriba con la indignación, volvamos a los sociólogos.

En una de mis clases de sociología industrial en la universidad, uno de mis brillantes profesores (lo era) nos contó la anécdota de cómo él y uno de sus investigadores favoritos se partían de la risa en un congreso científico hablando del teletrabajo. Eran tiempos donde Alvin Toffler (y su sugerencia de la recuperación de la idea del uso del tiempo y la organización de tareas del mundo de la era agraria donde hay cosas por hacer y los horarios no son la regla) era quien inspiraba más las ideas del mundo que venía. Para ellos, pobres ignorantes de lo que es el log de un sistema, la imposibilidad del teletrabajo se basaba en un concepto clásico del trabajo industrial: el control del empresario al trabajador. El control de presencia y el control de tiempos, si bien menos severo que el cronómetro de Taylor en el mundo de las oficinas, son una característica intrínseca del trabajo capitalista. Imaginaban un sensor que comprobaba que había alguien detrás de la pantalla y que sería confundido por un gato pasando por delante. No nos riamos, porque en Star Trek seguían tomando notas con lapicero en tablas con pinzas para sujetar papel: acertar con el futuro es, al final, una tarea con poca diferencia con la astrología.

El relato profesoral se completaba con el alegato y advertencia de cómo la economía de la era de la información no sólo no liberaba de tareas penosas, sino que tenía la misma propensión a lo extenuante y repetitivo de la era de la cadena de montaje. Hablamos de los años ochenta, la banca se informatizaba a marchas forzadas pero, como sucede tantas veces, para que en un sistema pueda funcionar necesita estar cargado de datos. En una investigación académica, tirar del hilo del origen de los datos llevó hasta unas monjitas que picaban los datos a mano con muy baja retribución porque todo era para el convento, en un bello antecedente de lo que hoy conocemos como turcos mecánicos y sucesos tan interesantes como el etiquetado manual de fotografías, siempre en nombre de la inteligencia artificial. Lo que viene siendo uberización o gig economy no deja de aparecer en las nuevas relaciones de trabajo en pleno amanecer de la disrupción radical.

Mi experiencia profesional tratando con sindicatos y patronales me llevó a aprender que, detrás del discurso público de frases de contenido impactante, agendas simplificadas y lemas de consumo, siempre hay gente que lee mucho más de lo que parece y es mucho más realista y pegada al mundo real de lo que los titulares de prensa aparentan. La complejidad de problemas como los del taxi o los repartidores a domicilio no se resuelven -sólo- pensando que son luditas inadaptados al cambio de la tecnología y buscadores de rentas que quieren tener al consumidor atrapado en sus condiciones (que sí quieren).

Los pocos amigos que se asoman por esta ventana correrán a señalar mi ingenuidad. Porque en este panorma…  ¿dónde está el ministro hacker?.

Más allá de aparecer con una camiseta activista en una sesión del Congreso (algo, de por sí, extremadamente hackerista) ha sido vapuleado no sólo por ello (parece mentira, el periodismo, con sus horarios y orientación a tareas tan propia de programadores trabajando en red) sino por ser el ministro desaparecido de la batalla política. En medio de la propaganda por el advenimiento de increíbles nuevos ejes de desarrollo digitales, ecológicos, inclusivos y algo más que no puedo ni recordar, no se ha filtrado una sola idea disruptiva o innovadora a la hora de legislar o de crear un marco que aproveche la excusa covid19 para impulsar las transformaciones culturales de la organización de las empresas. Hacerlas más hackers, o que sea más fácil ser hacker dentro de ellas. Hemos visto dirigentes de start-ups señalando como en otros países el fenómeno de los repartidores se observa con más matices orientados a las elecciones personales del trabajador y no a la mentalidad de un inspector de trabajo y un delegado sindical. Pero no hemos visto ni el intento de trabajar sobre esquemas jurídicos no diremos que nuevos, pero sí más abiertos o favorecedores de la atracción y generación de puestos de trabajos de valor donde la autonomía personal es la clave. Del sindicato no se esperaba. De la patronal, en el fondo, yo tampoco: sus capitostes deben estar todos sufriendo de no tener a la vista, tras la cortina de su despacho, a su pléyade de súbditos.

Sí, después de Dante vinieron más poetas. Llegar hasta aquí, es decir, realmente entender por qué Amazon y Google ganan aunque le quieras poner más impuestos y creas que el ex-presidente de El Corte Inglés podrá competir con ellos (ojalá sí), lleva más bagaje que poner una pantalla de videoconferencia en la sala de reuniones de La Moncloa. O que una tertulia con los ejecutivos de la empresa azul. Se supone que las deliberaciones del Consejo de Ministros son secretas, pero debiera esperarse que el gran profesor Castells, el venerado estudioso de la sociedad informacional y acompañante de Pekka Himamen y Linus Torvalds desde las aceras de Berkeley, hubiera arrojado dudas, recreado el pasado y sugerido pequeñas revoluciones de pensamiento sobre el futuro. En realidad, sobre el presente. Si ha sido así, no se ha sentido. En su libro Comunicación y Poder explica con mucho cuidado la estructura de la comunicación moderna y los riesgos de contaminación ideológica o de falsedades. Él da una solución: contraprogramar. Es decir, las mismas herramientas que crean el mensaje que no te gusta, sirven para crear el que te gusta: puede decirse que el gobierno actual tiene un enorme poder de escenificación. Pero de ideas osadas sobre digitalización ni siquiera hemos visto una camiseta: Castells era alguien capaz de demostrar que el dinosaurio ya estaba ahí cuando a las élites les ha dado por despertar abrazados a Zoom.

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Bola extra 1: Buscando un icono para representar una cierta idea de hackerismo no cesaba de encontrarme imágenes de tipos con capucha tras computadoras, calaveras, oscuridad e intenciones siniestras. Por si no lo sabe, el hacker es el bueno de la película. Ha habido que inventarse lo de hacker ético para diferenciar con el acceso con intenciones delictivas a los sistemas ajenos. Los malos eran los crackers y los practicantes del black hat. Un hacker es un campeón de la curiosidad que disfruta compartiendo lo que sabe a cambio únicamente de su propia satisfacción y reputación.

Bola extra 2: conocí un empresario moderno repleto de retórica en inglés sobre la efervescencia del mundo digital. Insistía mucho en que en su empresa no había jerarquía. Lo cual no era, como cabe esperar, cierto. El mero hecho de que unos pueden firmar cheques y asumen responsabilidad penal por representar a una sociedad mercantil en nombre de sus propietarios, ya introduce una jerarquía inevitable: sin acuerdo del firmante no se pueden tomar decisiones reales, las de gasto y contratación. Además de ello, tenía una curiosa interpretación de lo que es «no mandar», pero eso entra dentro de lo que la literatura describe mejor que el ensayo sobre las flaquezas humanas. Lo interesante es que entre los propios practicantes de la revolución digital existe desconcierto entre lo que es jerarquía y control del trabajo. 

Bola extra 3: un político que sí hablaba de la sociedad red, a mi juicio con acierto, fue Pasqual Maragall. Yo creo que se rieron de él. ¿Qué esperar, entonces?

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8 Comentarios

  1. Publicado 2 enero, 2021 en 10:21 | Permalink

    Será por el parón navideño o porque el señor Martín está con ganas de escribir. Yo no me quejo y disfruto de estos regalos de Navidad. ¡Feliz 2021, Gonzalo!

    Fdo: uno que ha leído a Toffler y escrito sobre cómo se desayuna en Asia

    • Publicado 2 enero, 2021 en 12:53 | Permalink

      Señor Pedro, qué bueno verte por aquí. Usted lo suma todo: también va a trabajar en bermudas. Gracias, como siempre.

  2. Publicado 2 enero, 2021 en 10:57 | Permalink

    Espero que Castells, académico de talla gigante, escriba algún día lo que no cuenta, para poder ajustar mis expectativas a lo que se puede percibir.

    • Publicado 2 enero, 2021 en 12:57 | Permalink

      Bueno: Semprún fue activista hasta cuando no lo fue y nos dejó un libro sobre sus años de ministro. Será interesante, pero Castells tiene una personalidad más militante uber alles.

  3. Publicado 2 enero, 2021 en 18:11 | Permalink

    Por ahondar en los temas del texto, de dos anuncios de contratación recientes.

    Uno:

    No corporate BS: leave your suit behind and get comfortable, we’re moving too fast for that

    Dos.

    Entorno de trabajo creativo en oficina única, con mucha luz, en el centro de Madrid.
    Libertad para crear, proponer y ejecutar.

    Se podría decir que ese tipo de puestos surgen espontáneamente, que son privilegiados y que no requieren un entorno legal favorable a ello. ¿Seguro?

  4. Publicado 3 enero, 2021 en 17:14 | Permalink

    Es interesante leer lo que escribió Varufakis de su tiempo en Valve. Una empresa “ácrata” o “hackerista” a lo que parece

    • Publicado 3 enero, 2021 en 20:10 | Permalink

      Pues el blog de Varufakis en su tiempo en Valve, tiene el acceso cerrado. Pero tenemos varias empresas con experiencias atípicas: como la transparencia total de salarios, sueldo fijado por uno mismo (obvio, no es simple), vacaciones decididas por uno mismo (el número de días) por no hablar de trabajo remoto. La cuestión es que cuando lo intentas aquí, no hay forma de encajarlo en el convenio y, claro, se hacen trampas. Si hay «sandbox» para fintech… ¿por qué no lo hay para las normas laborales de las empresas de alta innovación, incluso en la atracción de talento de cualquier lado, físicamente o en remoto? Esto estaría a la altura del prestigio de Castells.

      Nota posterior: he encontrado este podcast donde Varufakis habla de… «no jerarquía», proyectos personales, selección, etc.

  5. Publicado 3 enero, 2021 en 20:31 | Permalink

    Bueno, pues encuentro en el Internet Archive el Manual de Empleados de Valve. Es un ejemplo perfecto.