La oleada anterior de hype se llamó dospuntocero y no transformación digital: uno de los mitos fundacionales del dospuntocerismo residía en la idea de la conversación como esencia de los mercados, un proceso que cambiaría profundamente las relaciones entre empresas y sus clientes: en eso consistía el mensaje central del Cluetrain Manifesto, hoy olvidado: la web ya no es cosa de ciberpunks ni programadores de software libre, la web es una conversación sobre unicornios, para bien o para mal.
Alberto Gómez Aparicio (a.k.a. Anotado), amigo y excompañero, recuperó estos días en Medium un post suyo de 2014 que se titulaba precisamente así: “la conversación está en un pozo”. A ese contesté en su día, pero sin advertir la fecha de republicación lo encontré tan fresco para discutir a fecha de hoy como lo fue entonces. Se trata de una mirada al deterioro (sí, deterioro, lo que le concede un carácter nostálgico) de lo que fueron los años previos al gran dominio de Facebook y sus consecuencias… siempre vistas desde ese lado, también nostálgico, de lo que han sido las ideologías sobre la web. Que se lo cuenten a Peter Sunde.
Pero, como decía, al sentirlo fresco no puede evitar responder de nuevo sin saber que era de nuevo. A Alberto le ha gustado y yo me he gustado en la respuesta, así que decido compartirla en este otro lado porque sí me parece que forma parte del corpus de la confusión/dificultad para manejarnos en el entorno de las herramientas digitales:
A la conversación la sobrevaloramos. Dicho “sobrevaloramos” en pasado. El mito de la conversación funcionó mientras fue cualificado y mientras la arquitectura interna de las herramientas sesgaba hacia un uso “complejo” de la escritura.
En ese pasado que relatas, las personas que se acercaban a estas herramientas eran de por sí usuarios sofisticados: “early adopters” generalmente asociados a una ética de uso propiciada por el origen académico e intelectual de internet: citar, enlazar… todas las virtudes del hipertexto en un intercambio de información destinado a la elaboración de conocimiento.
Así pues, escribir más de dos líneas era casi inevitable, hacerlo para algo interesante casi también por quiénes lo hacían y porque la herramienta te empujaba a ello. Como ejemplo máximo, los trucos para generar viralidad podían llamarse “thinking blogger award”: era casi una norma usar la presencia e identidad digital como una muestra de inteligencia.
Pero escribir más de dos líneas exige esfuerzo. Leer más de dos párrafos también. Personas dispuestas a hacerlo dentro del conjunto social son muchísimas menos de las que, simplemente, no tienen intereses complejos ni sienten que tienen que sacar “sus ideas a pasear”, feliz expresión de Antonio Ortiz para definir a un blogger.
Más esfuerzo aún costaba mantener herramientas complejas, tantas veces alojadas en servidores que tienes que administrar tú. Por tanto, lo que llamamos con emoción “la conversación” era el producto de usuarios minoritarios, fuertemente cualificados que se involucraban en conversaciones complejas con alto consumo de tiempo.
El cambio de paradigma de cómo se creaba la identidad digital (por resumir, del blog a Facebook) supuso una serie de elementos: masificación (por tanto, ruido), reducción de los incentivos de arquitectura hacia el texto elaborado (fotos, vídeos, vida cotidiana) y facilitación de la creación de perfiles (no, no había que aprender prácticamente nada ni mantener ningún servidor, ni añadir plugins ni nada parecido).
El resultado es que “la conversación”, mucho más entendida como el mito Cluetrain de relación entre personas y empresas, marcas, gobiernos y organizaciones, no existe. Hay conversaciones. Muchas. Unas, la mayoría, banales, irrelevantes y absurdas (como la vida cotidiana); incluso hay conversaciones agresivas y mentirosas. Hay conversaciones chantajistas. Pero las verdaderas conversaciones de “valor”, entendido como procesos de discusión, son seguramente muchas pero enterradas en el ruido de la comunicación de masas.
Las conversaciones de los early adopters saltaron a los medios de masas tradicionales cuyos gestores miraban con asombro un fenómeno que no entendían: así una tertuliana de televisión llamaba “un internauta” (como si fuera un especimen) a Enrique Dans cuando empezaron a llamarle para explicar al resto del mundo que era eso de la red.
También convirtieron en noticia los debates y campañas de esa gente que escribía muchos párrafos largos con enlaces únicos y que hicieron, de modo asombroso, que el debate de militantes internautas sobre las descargas pareciera que de verdad era algo de toda la población se pusiera en primera página de diarios y radios respetables haciendo que ministros y ministras bobalicones se asustaran. Para suerte de los militantes de la red, que eran pocos y mal organizados.
Esa relevancia de las conversaciones complejas ha desaparecido. Subsisten en entornos muy cerrados para ya no llegan al mainstream. O lo absorben, como el ejemplo de los fundadores de Politikon. La conversación tampoco es una amenaza para la reputación de las marcas: ese temor a ser vandalizados por usuarios indignados y que tuvo su máxima explosión de “influencia” el día que Telecinco tuvo que retirar un programa de televisión (ha habido más casos en el mundo) seguramente ya no volverá.
Las crisis de griterío en twitter son breves, pura espuma, que se aguantan con un poco de paciencia mientras cambia el ciclo de la indignación y mientras los periódicos insisten en dar a Twitter una relevancia que no tiene por número de usuarios ni impacto de lectura real.
La conversación es, pues, nada. O todo. Pero precisamente por eso creo que se ha convertido en un concepto insustancial. Especialmente visto desde la perspectiva de cómo afrontar los fenómenos de participación digital.
2 Comentarios
Conversación, reputación, identidad digital… Desde ayer dándole vueltas a este post. Toca temas muy diversos, pero el panorama que dibuja en los escenarios 5 y 6 tienen la idea subyugante (utópica) de que cada persona sea su API (datos+contenidos). Empresas te pagan por lo que has generado. Los contenidos de mayor valor tendrían mejor remuneración.
¿Cómo medir ese valor? ¿Aplicable? Quizás a los medios de cabeceras clásicas y de prestigo les puede interesar siempre que inventen nuevos formatos.
La API Gonzalo Martín. 7 mil millones de APIS. Una API que busca a otra API para vivir y crear otras APIS. Todo muy Gattaca y transhumanista.
Jugosísimo, interesantísimo ejercicio. En Tc solemos decir que hay que ganarse el derecho a que el usuario te dé sus datos. Lo que se plantea en el artículo es el mejor ejercicio de que he visto sobre cómo gestionar los datos. Especialmente desde el punto de vista de que va a ser imposible que todos tengamos una API, escenario que sería el súmun del hackerismo y la herencia del espíritu de lo que llamamos «la conversación». Gracias por pasar, Don José Luis.
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[…] hablar del fin de la conversación tal y como la conocimos, apuntábamos que el lenguaje ha cambiado: que se ha olvidado – o, por lo menos, ya no se […]